Por Héctor Yudchak | Periodista
Coautor del libro “El diario y la radio van a la escuela”
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Hoy les voy a hablar de Juan. Un bocho, miren. En la primaria siempre el mejor alumno del grado y, si me apuran, del colegio. Sempiterno abanderado, capo di tutti capi. Lector empedernido, genio precoz, nacido de una humilde familia de Berazategui. Y cuando les digo humilde quiero decir humilde. Con un padre medio abandónico, porque trabajaba de mozo y no estaba nunca en la casa, y una madre fregona y gruñona. Para colmo, a los pocos años le nació un hermanito y a partir de ese momento la casa de Juan, se los juro, olía a pañal todo el día. En el comedor, donde Juan tenía su sillón cama, había siempre un gran desorden y bastante mugre. Las revistas de Juan se acumulaban en pilas inconmensurables y caóticas. Cómics y cosas así. Nos fascinaba el álbum D’Artagnan, por sus grandes personajes, Dennis Martin, Jackaroe y el enigmático Nippur de Lagash.
Hoy quiero hablar de Juan. Yo lo envidiaba tanto, creo que él nunca se dio cuenta. Claro, para él la amistad era algo vital, sanguíneo, era pura acción, nada de ponerse a pensar demasiado en algo tan nimio como los sentimientos. Me parece que los genios tienen siempre problemas con sus emociones y con las relaciones humanas en general. Es como que están tan absortos en sus pensamientos tratando de ordenar ese caos creador que tienen en sus cabezas que no perciben ni al mundo ni a las personas que los rodean.
Juan tenía, además, un especial magnetismo con las chicas. Fue el primero en tocarle una teta a la Galíndez. La Galíndez fue la primera en tener tetas en el grado. Era un fenómeno, y todos soñábamos con la Galíndez. Juan dijo un día: “Yo le voy a tocar una teta a la Galíndez”. Y así fue nomás. Y se la ganó a puro chamuyo. Nada de malas artes. No sé si lo deseaba tanto como si fuera un desafío, y para Juan no había nada que lo atrajera más que aquello que nadie se animaba a hacer. El deporte no tenía mucha cabida en la vida de Juan. Pero cuando se dio cuenta de que para que lo respetasen en la barra tenía que jugar al fútbol y, además, no ser un tronco, me pidió que le explicara “cómo es esto de la pelota” y al rato se había adueñado del medio campo, como un caudillo de pura cepa al que todos querían en su equipo.
A mí me daba la impresión de que Juan podía ser lo que quisiera ser. No hablábamos mucho del futuro pero yo lo imaginaba simultáneamente estrella de rock, figura de la primera de Boca y periodista consagrado de la televisión, quizá porque era todo lo que yo anhelaba ser. Y se iba a casar con la mejor mina. Y la vida le sonreiría siempre, no porque fuera una decisión de la vida, sino por su propia determinación. Hoy quiero hablarles de Juan. Porque acabo de verlo, en una de las multitudinarias veredas del Once, con una bandeja colgando de su cuello, vendiendo pilas, radios de dos pesos o alguna otra porquería fabricada en Taiwán. Un Juan gastado, avejentado mal, con el cabello desordenado, a medio afeitar, con unos grandes anteojos pasados de moda. Yo venía boludeando, mirando vidrieras y me di cuenta de quién era en una rápida cruzada de miradas. El no pareció reconocerme o quizá participó voluntariamente del silencioso pacto que se estableció en ese instante entre nosotros. Sentí fuego en la cara y una necesidad imperiosa de alejarme.
Agaché la cabeza y dejé que me tragara rápidamente la boca del subterráneo.